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Read Ebook: Los nueve libros de la Historia (1 de 2) by Herodotus BCE BCE Pou I Puigserver Bartomeu Translator

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Ebook has 541 lines and 170347 words, and 11 pages

Release date: January 19, 2024

Original publication: Madrid: Imprenta Central a cargo de V?ctor Saiz, 1878

Credits: Ram?n Pajares Box.

NOTA DE TRANSCRIPCI?N

LOS NUEVE LIBROS DE HER?DOTO.

BIBLIOTECA CL?SICA. Doce reales cada tomo en toda Espa?a.

OBRAS PUBLICADAS.

Tomos.

VIRGILIO.

MACAULAY.

Traducci?n directa del ingl?s de M. Juder?as Bender.

POETAS BUC?LICOS GRIEGOS.-- . Traducci?n directa del griego, en verso, por el Ilmo. Sr. D. Ignacio Montes de Oca, Obispo de Linares 1

LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA

DE HER?DOTO DE HALICARNASO

TRADUCIDA DEL GRIEGO AL CASTELLANO POR EL P. BARTOLOM? POU DE LA COMPA??A DE JES?S

TOMO I

MADRID IMPRENTA CENTRAL A CARGO DE V?CTOR SAIZ Colegiata, n?m. 6 1878

PR?LOGO DEL TRADUCTOR.

Naci? Her?doto de una familia noble en el a?o primero de la Olimpiada 74, o sea en el de 3462 del mundo, en Halicarnaso, colonia d?rica fundada por los argivos en la Caria. Llam?base Lixes su padre, y su madre Dr?o, y ambos sin duda confiaron su educaci?n a maestros h?biles, si hemos de juzgar por los efectos. Desde su primera juventud, abandonando Her?doto su patria por no verla oprimida por el tirano L?gdamis, pas? a vivir a Samos, donde pens? perfeccionarse en el dialecto j?nico con la mira acaso de publicar en aquel idioma una historia. A este designio debiole de animar el buen gusto e ilustraci?n que reinaban en la Grecia asi?tica o Asia menor, mucho m?s adelantada entonces en las artes que la Grecia de Europa, no menos que el ejemplo de otros historiadores as? griegos como b?rbaros: Hel?nico el Milesio y Caronte de L?mpsaco hab?an publicado ya sus historias p?rsicas, Janto la de Lidia, y Hecateo Milesio la del Asia.

Segunda vez ley? su historia en Atenas en presencia de un numeroso pueblo reunido para las fiestas Panateneas, corriendo ya el tercer a?o de la Olimpiada 83. Refiere Dion Cris?stomo que la ley? por tercera vez en Corinto, que no habiendo obtenido la recompensa que esperaba de Adimanto y dem?s corintios, borr? de su obra los elogios que de ellos hac?a; mas nada hay que pruebe que esto sea sino un chisme malicioso.

Pasando al juicio de esta obra, las prendas, en nuestro concepto, superan en mucho a los defectos, resaltando entre aquellas: 1.?, un estudio diligente en averiguar los hechos, y esto en un tiempo de ignorancia, tan escaso en monumentos, sin ninguno de los recursos que hoy tenemos tan a mano; 2.?, un juicio exacto y filos?fico en dar clara y distintamente los motivos de los sucesos que va refiriendo, y una cr?tica continua en separar lo que aprueba por verdadero de lo que refiere solo por haberlo o?do, y no pocas veces desecha por falso; 3.?, una prudente parsimonia en no amontonar m?ximas y reflexiones morales, dejando su curso a los hechos; 4.?, un estilo fluido, claro, vario y ameno, sin afectar las exquisitas figuras con que rizaban ya sus discursos los oradores, ni lo ?spero, pesado y sentencioso de los fil?sofos. Los razonamientos que pone en boca de sus personajes son tan dram?ticos, variados y propios de la situaci?n, que nadie a mi ver se atrever? a tacharlos de difusos.

A tres se reducen los defectos de que es tachado Her?doto: 1.?, alguna sobrada malignidad, de la cual habla de prop?sito Plutarco, a veces con raz?n, a veces incurriendo en el vicio mismo que reprende; 2.?, mucha superstici?n, culpa de que no es posible excusarle sino por la naturaleza de los tiempos en que vivi?, y por el deseo de captarse el aplauso p?blico halagando las creencias populares, y sin embargo se muestra en algunos pasajes bastante atrevido para arrostrarlas; 3.?, falta de ritmo y armon?a en su estilo, vicio de que le acusa Cicer?n , y de que le vindican Dionisio de Halicarnaso, Quintiliano y Luciano. Yo por mi parte opino con el primero, y me ofende no poco aquella recapitulaci?n que nos hace de cada suceso, por m?s breve que sea.

A?adir? una rese?a de los c?dices manuscritos de que se han servido los editores de Her?doto, especialmente Wesseling. -- Los venecianos, de los que se vali? Aldo Manucio para la primera edici?n griega publicada en Venecia, a?o 1502. -- Los ingleses, uno del arzobispado de Canterbury, y otro del colegio de Eton. -- El de M?dicis. -- Tres parisienses de la Biblioteca Real.-- Los de la Biblioteca de Viena, los de Oxford, y el del cardenal Passionei.

Las ediciones de Her?doto llegadas a mi noticia son las siguientes: -- La versi?n latina de Valla en Venecia, a?o 1474. -- La latina de Pedro F?nix, Par?s 1510. -- La latina de Conrado Heresbach en 1537, en la cual se supli? lo que faltaba en la primera de Valla. -- La griega de Manucio, Venecia 1502. -- La griega de Hervasio, Basilea 1541, y otra en 1557. -- La greco-latina de Henrique Stefano 1570, y otra del mismo en 1592 corrigiendo la de Valla. -- La greco-latina de Jungermann, Francfort 1608, reimpresi?n aumentada de la anterior. -- La greco-latina de Tom?s Gale, Londres 1689. -- La greco-latina de Gronovio, Leiden 1715. -- La greco-latina de Glascua, 1716, hermosa en extremo. -- La greco-latina de Pedro Wesseling, ?msterdam 1763, con muchas variantes y notas, por cuyo texto griego me he regido en esta traducci?n.

Las versiones en romance de que tengo conocimiento son la italiana del Boyardo en Venecia en 1553, otra italiana del Becelli en Verona en 1733, y una francesa de Pedro Du Ryer, todas a decir verdad de muy corto m?rito. Veremos si ser? m?s afortunado M. L'Archer en la nueva traducci?n francesa de Her?doto, que seg?n noticias est? trabajando.

Mi ?nimo al principio era dar un Her?doto greco-hispano en la imprenta de Bodini en Parma, pero la prohibici?n de introducir en Espa?a libros espa?oles impresos fuera de ella, y el consejo de D. Nicol?s de Azara, agente en Roma por S. M. C., me retrajeron de mi determinaci?n. Mucho ser?a de desear que alg?n aficionado a Her?doto reimprimiera el texto griego, libre de tanto comentario, variantes y notas con que han ido sobrecarg?ndole gram?ticos y expositores, pues lejos de darle nueva belleza y claridad, no producen sino confusi?n.

NOTICIA SOBRE EL TRADUCTOR.

LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA DE HER?DOTO DE HALICARNASO.

LIBRO PRIMERO.

CL?O.

La publicaci?n que Her?doto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos p?blicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas haza?as, as? de los griegos, como de los b?rbaros. Con este objeto refiere una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros.

Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercader?as, las expusieron con orden a p?blica venta. Entre las mujeres que en gran n?mero concurrieron a la playa, fue una la joven ?o, hija de ?naco, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre que los griegos. Al quinto o sexto d?a de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus g?neros y hall?ndose las mujeres cercanas a la popa, despu?s de haber comprado cada una lo que m?s excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhort?ndose unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada despu?s al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela.

A?aden tambi?n que no satisfechos los griegos con este desafuero, cometieron algunos a?os despu?s otro semejante; porque habiendo navegado en una nave larga hasta el r?o Fasis, llegaron a Ea en la C?lquide, donde despu?s de haber conseguido el objeto principal de su viaje, robaron al rey de Colcos una hija, llamada Medea. Su padre, por medio de un heraldo que envi? a Grecia, pidi?, juntamente con la satisfacci?n del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los griegos contestaron, que ya que los asi?ticos no se la dieran antes por el robo de ?o, tampoco la dar?an ellos por el de Medea.

Por esta raz?n, a?aden los persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al rev?s de los griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ej?rcito numeros?simo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Pr?amo; ?poca fatal del odio con que miraron ellos despu?s por enemigo perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia, y a las naciones b?rbaras que la pueblan, las miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una regi?n separada de su dominio.

Sea de esto lo que se quiera, as? nos lo cuentan al menos los persas y fenicios, y no me meter? yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pas? de este o del otro modo. Lo que si har?, puesto que seg?n noticias he indicado ya qui?n fue el primero que injuri? a los griegos, ser? llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados grandes y peque?os, visto que muchos que antiguamente fueron grandes, han venido despu?s a ser bien peque?os, y que, al contrario, fueron antes peque?os los que se han elevado en nuestros d?as a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la inestabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el mismo ser, pr?spero ni adverso, har?, como digo, menci?n igualmente de unos estados y de otros, grandes y peque?os.

Los que reinaban en el pa?s antes de Agr?n, eran descendientes de Lido, el hijo de Atis; y por esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba meonio, vino despu?s a llamarse lidio. El que los Her?clidas descendientes de Heracles y de una esclava de Y?rdano se quedasen con el mando que hab?an recibido en dep?sito de mano del ?ltimo sucesor de los descendientes de Lido, no fue sino en virtud y por orden de un or?culo. Los Her?clidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco a?os, con la sucesi?n de veintid?s generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por ?ltimo se ci?eron con ella las sienes de Candaules.

Al o?r esto Giges, exclama lleno de sorpresa: <>.

At?nito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplic? del modo m?s en?rgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su se?or, o de recibirla ?l mismo de mano servil, quiso m?s matar que morir, y le pregunt? de nuevo: <>. <>.

Periandro, que no daba entero cr?dito al cuento de Ari?n, asegur? su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que esta se verific?, los hizo comparecer delante de s?, y les pregunt? si sabr?an darle alguna noticia de Ari?n. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que le hab?an dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a su vista Ari?n, con los mismos adornos con que se hab?a precipitado en el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y qued? demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los corintios y lesbios; y en T?naro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la cual es representado Ari?n bajo la figura de un hombre montado en un delf?n.

>>Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurr?a este tierno espect?culo, les sobrevino el t?rmino de su carrera del modo m?s apetecible y m?s digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les conviene m?s morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos j?venes celebrasen encarecidamente su resoluci?n, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que les hab?a dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidi? a la diosa Hera delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Bit?n, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ning?n mortal hubiese jam?s recibido. Hecha esta s?plica, asistieron los dos al sacrificio y al espl?ndido banquete, y despu?s se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogi? un sue?o tan profundo que nunca m?s despertaron de ?l. Los argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en Delfos, consider?ndolos como a unos varones esclarecidos>>.

>>Supongamos setenta a?os el t?rmino de la vida humana. La suma de sus d?as ser? de venticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ning?n mes intercalar. Pero si uno quiere a?adir un mes cada dos a?os, con la mira de que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultar?n treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta d?as m?s. Pues en todos estos d?as de que constan los setenta a?os, y que ascienden al n?mero de veintis?is mil doscientos y cincuenta, no se hallar? uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del hombre, ?oh Creso!, es una serie de calamidades. En el d?a sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros a?n ese nombre que ambicion?is, hasta que no sepa c?mo hab?is terminado el curso de vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es m?s feliz que otro que solo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ?Y cu?ntos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la felicidad?

>>El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues adem?s de que su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qu? son trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se a?ade que termine bien su carrera, ved aqu? el hombre feliz que busc?is; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. D?sele entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado.

>>Pero es imposible que ning?n mortal re?na todos estos bienes; porque as? como ning?n pa?s produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teni?ndose por mejor aquel que da m?s de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halle provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos bienes, si despu?s lograre una muerte pl?cida y agradable, este, se?or, es para m? quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna de los hombres a quienes Dios hab?a ensalzado m?s>>.

XL. <>.

Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordias, el homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, conden?ndose a s? mismo por el m?s desdichado de los hombres, se degoll? sobre el t?mulo con sus propias manos.

S? del mar la medida, y de su arena El n?mero contar. No hay sordo alguno A quien no entienda; y oigo al que no habla. Percibo la fragancia que despide La tortuga cocida en la vasija De bronce, con la carne de cordero, Teniendo bronce abajo, y bronce arriba.

L. Despu?s de esto procur? Creso ganarse el favor de la deidad que reside en Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte subieron hasta el n?mero de tres mil las v?ctimas escogidas que all? ofreci?, y por otra mand? levantar una grande pira de lechos dorados y plateados, de tazas de oro, de vestidos y t?nicas de p?rpura, y despu?s la peg? fuego; ordenando tambi?n a todos los lidios que cada uno se esmerase en sus sacrificios cuanto les fuera posible. Hecho esto, mand? derretir una gran cantidad de oro y fundir con ella unos como medios ladrillos, de los cuales los m?s largos eran de seis palmos, y los m?s cortos de tres, teniendo de grueso un palmo, todos compon?an el n?mero de ciento diecisiete. Entre ellos hab?a cuatro de oro acrisolado, que pesaba cada uno dos talentos y medio; los dem?s ladrillos de oro blanquecino eran del peso de dos talentos. Labr? tambi?n de oro refinado la efigie de un le?n, del peso de diez talentos. Este le?n, que al principio se hallaba erigido sobre los medios ladrillos, cay? de su basa cuando se quem? el templo de Delfos, y al presente se halla en el tesoro de los corintios, pero con solo el peso de seis talentos y medio, habiendo mermado tres y medio que el incendio consumi?.

Cuando el rey de los medos fuere un mulo, Huye entonces al Hermo pedregoso, Oh lidio delicado; y no te quedes A mostrarte cobarde y sin verg?enza.

Aqu? debo prevenir que antiguamente dos eran las naciones m?s distinguidas en aquella regi?n, la pel?sgica y la hel?nica; de las cuales la una jam?s sali? de su tierra, y la otra mud? de asiento muy a menudo. En tiempo de su rey Deucali?n habitaba en la Fti?tide, y en tiempo de Doro el hijo de Hel?n, ocupaba la regi?n Histi?tide, que est? al pie de los montes Osa y Olimpo. Arrojados despu?s por los cadmeos de la Histi?tide, establecieron su morada en Pindo, y se llam? con el nombre de Macedno. Desde all? pas? a la Dri?pide, y viniendo por fin al Peloponeso, se llam? la gente d?rica.

Echado el lance est?, la red tendida; Los atunes de noche se presentan Al resplandor de la callada luna.

Estos mismos lacedemonios se gobernaban en lo antiguo por las peores leyes de toda la Grecia, tanto en su administraci?n interior como en sus relaciones con los extranjeros, con quienes eran insociables; pero tuvieron la dicha de mudar sus instituciones por medio de Licurgo, el hombre m?s acreditado de todos los esparciatas, a quien, cuando fue a Delfos para consultar al or?culo, al punto mismo de entrar en el templo le dijo la Pitia:

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